Reseña de Kiko Amat sobre la última genialidad de DONALD RAY POLLOCK con referencias a nuestro querido HARRY CREWS

por KIKO AMAT

“Es el Nelson Algren de nuestro tiempo. Publíquenlo ahora”. Eso lo dije yo, cuando me preguntaron. Una editorial me había entregado el manuscrito de Knockemstiff, debut narrativo de Donald Ray Pollock, para que realizara una lectura, y mi imperativo entusiasta era el punto final a cuatro páginas de enloquecidos parabienes. En aquella casa no me hicieron el menor caso (resulta inconcebible: ¿Cómo alguien podría no hacerme caso todo el tiempo?), pero afortunadamente otras dos editoriales se abalanzaron sobre la novela, y una de ellas incluso me pidió un prólogo para su traducción al castellano. Eso fue con Knockemstiff. Decididamente mi novedad favorita del 2011.

Tan solo un año después llega El diablo a todas horas, segundo trabajo de Donald Ray Pollock, y me mantengo en mis trece: este gran hombre es de veras el Nelson Algren de nuestro tiempo. O el Harry Crews. O Edward Bunker, o Howard Braly, o el primer Richard Price, o (¡no intenten detenerme ahora!) Don Carpenter. El diablo a todas horas podría ser una mezcla de El cantante de góspel de Harry Crews (recién aparecido en Acuarela & A. Machado) y Badlands de Terrence Malick. El diablo a todas horas es, para qué andarnos con rodeos, una de las mejores novelas que he leído en la vida, y así se lo estoy contando. ¿Sube directa a nuestro podio de Mejor del Año? Podría, podría, pero existe un celebrable inconveniente: este 2012 ha visto aparecer también Nunca saldré con vida de este mundo de Steve Earle (Libro del Mes de noviembre en Bendito Atraso) y el mencionado debut de Harry Crews, publicado originalmente en 1968. La cosa está reñida, y según parece solo va a poder dirimirse a puñetazos (de no estar muerto ganaría Crews, que ostenta veintisiete años de karate).

Donald Ray Pollock
El diablo a todas horas posee, en cualquier caso, todas las cualidades que buscamos en una novela: dureza, compasión, redención, belleza, violencia, una trama adictiva y trenzada con tino, algo de humor (negro, calcinado humor), personajes inolvidables, aventuras dañinas, humanos extravagantes (pero creíbles), códigos de honor, locura y obsesión, fanatismo, sangre fácil y el Sur. Oh, y predicadores malvados. Y psychokillers en ruta (recuerden Badlands, olviden Natural Born Killers). Y un payaso gay. También un sheriff corrupto. Y bastantes disminuidos físicos o amputados (puro Harry Crews). También padres que han perdido la chaveta, incapaces de soportar el dolor de la pérdida o la ominosa carga de los recuerdos y la culpa. Eso: y culpa, mucha culpa (casi lo olvidamos); culpa a raudales. Y una elevada dosis de ignorancia sureña; esa ignorancia pura, casi admirable, demente y orgullosa. Y pueblos de mierda en medio de la nada (antes fue Knockemstiff, ahora es Meade) que, valga el lugar común, se convierten en personajes por derecho propio. Y sed de venganza, de retribución brutal. Y secretos de familia, onerosas cosas-nunca-dichas y que mejor no saber jamás. Y bocadillos de chopped, alcohol flamígero, enfermedades venéreas, moscas y sacrificios humanos. Vómito y mierda y zurribandas tumultuosas y una abultada fila de cadáveres. ¿La trama? Al igual que sucedía en Knockemstiff, se trata de un mapa cruzado con encuentros y desencuentros, donde las vidas de unos interfieren fatalmente en las de lo demás. El porcentaje de malvados y benignos no anda tan ladeado como podría suponerse: cinco o seis de nuestros personajes podrían ser considerados buenos o potencialmente buenos (Arvin, la malograda Lawana, la malograda Charlotte, Emma, Hank Bell); cinco o seis más caerían en algún punto del diagrama de la maldad (redimible o más allá de la redención: el cura pervertido Preston Teagardin, los psychokillers Sandy y Carl, el sheriff sucio Boedecker, la jauria de matones clásicos, el abogado corrupto Henry Dunlap); y dos o tres más son simplemente subnormales, o malos-por-subnormalidad-o-inacción, o tipos chiflados de puro dolor insostenible (los extrañísimos predicadores Theodore y Roy; el demenciado padre de Arvin, Willard, y su fatal obcecación por los sacrificios expiatorios de fauna local).

Pero no se me confundan: esto no es gótico sureño, como escupen algunos despreocupadamente cada vez que aparece una novela firmada en algún punto del sudeste norteamericano. No hay impostura en El diablo a todas horas ni soluciones mágicas al asunto. La novela de Donald Ray Pollock se erige exclusivamente a base de compasión, redención y justicia (si bien ocasionalmente tardía, o post-mortem). Como Algren o Crews, Pollock ama a sus carneros, incluso a los más descarriados del rebaño; comprende su pesar, también cuando se transforma en perversidad. Esa comprensión, sin embargo, no les exime del castigo: los que tenían que pagar, pagan. El bueno logra salir de allí andando hacia el horizonte, pero sus hombros están llenos de vísceras y su alma a reventar de pesadumbre. Arvin, nuestro sufrido protagonista, termina como un tiznado Lucky Luke. La salvación existe, parece decirnos el autor, pero no va a resultar barata: hay que descender unos cuantos círculos del infierno para siquiera otearla en la distancia. Oakley Hall diría que “es bueno vivir con algo así en la conciencia”. Pollock parece no saber si es bueno, pero sí inevitable. No hay otra forma de limpiarse.

Badlands, de Terrence Malick
Por supuesto, la cantidad de violencia y sangre ha provocado que los críticos cursis de siempre lamenten la obsesión “pornográfica” del autor por los mamporros y los disparos a bocajarro, por los animales destripados y la putrefacción de la carne, por las cicatrices y los muñones y las patadas en los huevos y las botas polvorientas. ¿Cómo describirles a dichos críticos el lugar físico y espiritual en que alguna gente habita? Owen Jones lo afirma en su Chavs; la demonización de la clase obrera: los orígenes opulentos quizás no te impidan sentir empatía hacia los más desfavorecidos por el sistema, pero desde luego sí dificultan tu comprensión de en qué mundo viven los del montón del cubo; las cosas que aman, el lenguaje que utilizan, su extraña dignidad, su forma de resolver los problemas. Para esos académicos, el mundo que pinta Pollock resulta tan extraño y lejano como el de una novela de marcianos. Lo lógico es que no lo entiendan. Y aún siendo así: me enoja. Es mi vieja patata en el hombro, ¿entienden?

Donald Ray Pollock habla de todo esto sin afectación, sin filigranas, desde dentro del intestino y poniéndose perdido de mugre, pero sin perderde vista el éxtasis, el humor, el amor y la belleza. Trabajador manual en una fábrica de papel durante 32 años y autor publicado a los cincuenta, Pollock es el epítome de héroe working class literario. Asimismo, si bien el contexto es crucial, si bien la autenticidad emocional es un requisito obligado, sus orígenes importarían poco si su novela fuese mediocre. Y, desde luego, no es el caso. Por añadidura, Pollock no juega la carta “fuck you, I drive a truck” (que diría Jim Dodge), no cae en la tentadora autoparodia del proletario para que aplaudan unos cuantos académicos pijos, el equivalente literario del gag Yorkshire de Monty Python (“vivíamos diez en un zapato dentro de un charco…”). Es este un señor digno con la nuca impecablemente rasurada que resulta que pasó 32 años en una factoría inmunda. Es lo que hay. Inevitablemente, muchos resaltan este hecho al hablar de su obra, lo cual es legítimo: la cosa, después de todo, tiene pelotas. Pero esto no es un chimpancé que ha pulsado por azar un par de teclas y le ha salido Madame Bovary. Esto es un rotundo, inmenso escritor que ha desarrollado lo que tantos ansían: un universo propio, reconocible y rico, y una voz dura, maleable y bella para explicar aquel mundo.

El diablo a todas horas es una tremenda novela. De lo mejor que he leído nunca. Me descubro ante Donald Ray Pollock. 

Kiko Amat

Aquí un enlace a todas las entradas del Blog de Kiko Amat, Bendito Atraso, sobre Harry Crews

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